Por Mariano Pinedo

La construcción de una comunidad organizada, justa, soberana en la toma de decisiones, que sea capaz de identificar los propios intereses desde categorías propias y no desde imposiciones ideológicas o culturales extrañas, es la motivación central de todo argentino peronista. En palabras del General Perón, ya en el año 1944, el objetivo estratégico de ser “el pueblo más feliz de la tierra” o, como dijo de forma tan poética Leonardo Favio, el reconocimiento personal, existencial, de que no es posible ser feliz en soledad. 

La Argentina se debate, desde antes de su nacimiento como Nación independiente, por razones económicas, geopolíticas y evidentemente también culturales, entre un proyecto soberanista, de liberación de toda potencia extranjera, que abreve en las fuentes de una cultura propia, con fuerte protagonismos popular activo y esencialmente democrático y un camino en el cual nuestro rol como Nación y como Pueblo sea ser parte de un mero engranaje del comercio internacional (o lo que es peor, un punto efímero del flujo de dinero financiero), cuyas acciones y decisiones están definidas conforme a los intereses que se cocinan en otras latitudes. 

El andamiaje discursivo en torno a ambos rumbos es extensísimo. Cada uno dice defender una forma de progreso para la Nación Argentina y es indudable que los valores que están en pugna saltan a la vista. La capacidad productiva, la creación de riqueza, el desarrollo desequilibrado y asimétrico en las distintas regiones de la Patria o la justicia en la distribución de esa riqueza que cada uno contribuye a crear, son solo algunos aspectos que entran en juego en la disputa cotidiana de esas dos visiones. Por supuesto que el papel que juega la política, el estado y la organización popular e institucional también tiene su peso y es fiel de la balanza, pues no se trata solo de una discusión académica o meramente ideológica, sino que -muy por el contrario- involucra la vida, la cultura y los intereses económicos de quienes son parte protagónica de cada región o territorio de nuestra patria. 

Muchas veces fue puesta sobre la mesa esta disyuntiva. No solo, como decía, en su aseveración teórica, en seminarios, universidades, ahora en redes o en medios de comunicación (cuando lo permiten), sino en el terreno de lo práctico, cuando se toma cada decisión política, cuando se debate una ley o cuando se asume la responsabilidad de resolver en la realidad de la vida cotidiana la mejor salida a un problema común. Pero pocas veces como en estos días -aunque hubo algunas anteriores- se pone tan marcadamente en juego la esencia de nuestro proyecto de vida en común: la integridad territorial.

La Argentina tiene una historia fuerte. Llena de sueños, de logros, de verdaderas epopeyas nacionales. También de desencuentros, violencia y dolor. Pero nadie puede explicar la historia argentina, la historia de nuestro pueblo, sin mencionar que desde 1833 sufrimos en nuestra piel, en nuestra carne, en nuestra sangre, la afrenta de que una potencia colonial usurpe violenta e ilegalmente nuestro territorio y nuestro mar en las Islas Malvinas e islas del Atlántico Sur. Todo el pueblo argentino se siente unido en ese dolor, en ese reclamo y en el sueño eterno de recuperar nuestra plena soberanía sobre dichas islas. La Nación Argentina nunca estará completa, nunca será lo que está llamada a ser, sin cumplir esa misión. 

El territorio nacional, nuestro patrimonio, nuestra tierra, nuestros mares y ríos, nuestro subsuelo y nuestro aire, es parte inescindible de lo que somos como pueblo y cada uno de nosotros como persona, como familia, como barrio o como comunidad. Nos es consustancial. Concebimos eso como carne propia. 

Pues bien, la actualidad de los argentinos, merced a gobernantes que han renunciado a identificarse con la historia de su pueblo, que prefieren definirse como meros gerentes de intereses económico financieros, a quienes su tierra no los ordena, no los une, no los identifica más que para extraer riquezas de su seno y expoliarla, es la de una Nación en riesgo de desintegración territorial. 

Las decisiones diagramadas por la administración del presidente Milei en la llamada Ley Ómnibus o en el Decreto de Necesidad y Urgencia 70/2023 orientan el sistema legal a la apertura indiscriminada de la explotación, la extranjerización y la hiper primarización de los bienes naturales. Eso significa apertura ilimitada a que los fondos financieros trasnacionales compren tierras, exploten sus recursos, extraigan la riqueza sin generar trabajo local, sin producir transformaciones en el desarrollo regional, sin garantizar alimentos para nuestro pueblo y sin beneficio alguno a los argentinos o argentinas que se encuentran desarrollando o que pueden aspirar a desarrollar su vida en las distintas regiones de la Patria. Inversión sin personas, sin trabajo, sin cuidado del recurso. Una Nación que no cuida su patrimonio solo puede tener como resultado la dependencia.

En paralelo con ese crimen de lesa Patria, que es entregar el manejo irrestricto de nuestros principales recursos a fondos financieros que no tienen Nación y que no respetan ninguna otra lógica que no sea la de rendir ganancias extraordinarias a sus accionistas ocultos, el delirio ajustador lleva al Presidente a poner en práctica su amenaza de matar de hambre y dejar a las provincias sin un peso. Como si las provincias no fueran parte del territorio de nuestra Nación. Como si los hombres y mujeres que constituyen pueblos en nuestras provincias no fueran compatriotas y hermanos nuestros. Detrás del ajuste vino el insulto, el apriete, la amenaza y la concreción del daño quitando los fondos que son de nuestras provincias para el despliegue de sus políticas. Y luego vino la reacción: gobernadores que crean proyectos independentistas, separatistas y, en supuesta defensa de sus administraciones oponen la amenaza de desligarse del destino de la Nación, de privarla de recursos naturales que hacen a la vida del conjunto de los argentinos. Una guerra interna y absurda. Un negocio redondo para quienes sueñan con dominarnos y expoliarnos. Ponemos en tela de juicio nada menos que la unidad y la integridad territorial. Como si el ejemplo de Malvinas no fuera suficiente muestra de dolor, de laceración. 

Un proyecto ideológico distinto al de uno se puede admitir. Es siempre duro, genera angustias y a nuestro modo de ver, perdidas irreparables. Pero la gente vota y la alternancia es parte de la democracia. Ese no es el problema. Pero sepa el gobierno, sepan los peces gordos que están detrás, que mueven las lapiceras de los Caputo y Sturzenegger -antes y después de que se retiren a las playas caribeñas o a sus departamentos en Nueva York-, que la colonia no es un proyecto alternativo. La colonia es la contracara existencial al sueño argentino. El coloniaje, cuando se explicita, cuando se hace ver tanto, cuando muestra sus tentáculos de manera tan abierta, es lo que hace que despierte el pueblo argentino, sin medir consecuencias, sin miedo, sin consideración del tamaño del oponente, aún sin dinero, aunque sea “en bolas como nuestros hermanos los indios”. Vamos a defender nuestra integridad territorial, no vamos a caer, no vamos a bajar los brazos y vamos a reconstruir una alternativa popular que va a ser tan potente como merece la hora para -ahora sí-, ser verdaderamente libres.